Llegamos a un momento dramático en la historia del Evangelio. La popularidad de Jesús ha descendido mucho en Galilea. Allá en Jerusalén se trama descaradamente la perdición de Jesús. En torno al Maestro se apiñan cada vez más los Doce, muy contentos ahora después de la confesión de Pedro y cuando Jesús les ha declarado que Él es el Cristo esperado.
Pero Jesús ve más claro que nadie todo lo que va a pasar.

Al rechazar manifestarse como un rey político y liberador social, se queda solo, porque defrauda las esperanzas de muchos, que quieren un libertador sociopolítico.
Por otra parte, los dirigentes del pueblo no le perdonan su doctrina de amor y las acusaciones abiertas que les hace de su hipocresía.
La suerte de Jesús está echada, y ahora se lo manifiesta abiertamente a los Doce:
– Miren que subimos a Jerusalén, y allí voy a tener que sufrir mucho de parte de los ancianos del pueblo, de los sumos sacerdotes y de los escribas. Me matarán, pero al tercer día resucitaré.
Los apóstoles se quedan atónitos. Y se preguntan: -Pero, ¿no nos dijo hace poco que Él era el Mesías? ¿Cómo va a morir ahora de esa manera que nos anuncia?…

Pedro, más decidido, y con la autoridad que ya se atribuye al sentirse jefe de la Iglesia que el Maestro va a fundar, toma aparte a Jesús y comienza a sermonearle:
– Maestro, ¡Dios te libre! Eso no te puede pasar de ninguna manera. Eso no lo vamos a consentir nosotros jamás.
Jesús ve asomar la tentación. El demonio se la había jurado allí en el desierto después de su ayuno riguroso, y ahora Jesús siente el miedo natural al sufrimiento y a la muerte. Pero a pesar de este miedo tan natural, Jesús ve la voluntad del Padre, que le invita a pagar por el pecado del mundo. No disimula Jesús cuando le responde con energía a Pedro:
– ¡Apártate de mí, satanás! Me estás siendo un tropiezo. Porque tú piensas como los hombres, y no como piensa Dios.

Con el rostro todavía encendido de santa cólera, deja a Pedro plantado y se dirige a todo el grupo:
– El que quiera venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga.
Los apóstoles están callados y tiemblan nada más oyen la palabra cruz. Su solo nombre les causa horror. Pero Jesús les sigue hablando muy grave:
– Quien quiera salvar su vida la perderá. Pero quien pierda su vida por causa mía, la volverá a encontrar.
Es ahora cuando lanza esa sentencia que hará reflexionar tanto en la Iglesia:
– ¿Qué aprovecha a un hombre ganar todo el mundo si pierde la propia vida? ¿Y qué podrá dar a cambio de ella?…
Tiende Jesús después su mirada al final de los tiempos, y añade:
– Un día volveré con la gloria de mi Padre, rodeado de todos los ángeles, para pagar a cada uno según sus obras.

Este es el gravísimo Evangelio de hoy, que tanto nos hace reflexionar y que tantas aplicaciones tiene en nuestra vida. Jesús, con él, viene a rectificar muchos de los conceptos equivocados que nos hemos ido formando sobre la naturaleza del cristianismo.

Digamos, ante todo, que muchos se encuentran hoy en igual situación que el pueblo judío y los mismos apóstoles al juzgar la naturaleza del Reino mesiánico. Al ver la injusticia y la opresión de nuestros pueblos sueñan en un Jesús liberador dentro del plano sociopolítico. Pero, aunque tienen toda la razón al condenar el pecado de la injusticia, nunca querida por Dios, es retorcer el Evangelio cuando lo limitan al terreno humano y temporal.
El bienestar social está muy por debajo del otro ideal: el Reino de Dios en su visión futura y eterna. Si en vez de pensar tanto en revoluciones armadas se orase más y se insistiera en la conversión del corazón, se atinaría también más en la solución de los problemas sociales que nos aquejan.

Ciertamente que Dios quiere nuestro bienestar en esta vida. Dios nos creó en un paraíso, y fue el pecado quien metió en el mundo el desorden, el dolor y la muerte. Dios, por Jesucristo, nos ha redimido de la esclavitud del trabajo y del dolor y del miedo a la muerte, elevándolo todo con la esperanza de una redención total y definitiva.
Pero, desde que Jesús murió en la cruz, sabemos que nosotros, como el mismo Jesús, sólo alcanzaremos la gloria de la resurrección si sabemos llevar con garbo nuestra cruz de cada día. El que no sueña más que en pasarla bien en este mundo, en disfrutar, en gozar sin freno, rechaza con ello la cruz de Jesucristo y no llegará nunca por ese camino de placer a la gloria que Jesucristo promete.

La comparación clásica de Jesús no ha perdido nada de vigor en nuestros días:
-¿Qué aprovecha ganar todo el mundo, si se pierde la propia vida?
Aplicada esta sentencia al orden sobrenatural, ¿Qué aprovecha ganar esta vida disfrutándola a más no poder, si se pierde la vida eterna?…
El cristiano sabe dar el valor a las cosas cuando las enfoca a la luz de la vida futura. El fin del mundo, insinuado hoy por Jesús, nos viene a decir:
-Vale lo que permanece eternamente; lo que pasa, tiene un valor muy relativo.

¡Señor Jesús!
Hoy nos has enseñado cosas muy serias.
¿Sabremos aceptar, igual que Tú, la cruz que el Padre nos ofrece como camino de salvación?…

P. Pedro García, CMF.