¡Cuaresma a la vista! La iniciamos con la severa ceremonia de la imposición de la ceniza sobre nuestras frentes, mientras la Iglesia nos repite sentencias bíblicas muy sabidas: “Conviértete, y cree en el Evangelio”… ¡Conviértete a Dios! Porque, “acuérdate que eres polvo y en polvo te vas a convertir”…
No obstante esta severidad, hoy hemos amanecido los cristianos con un espíritu nuevo, lleno de ilusión, a pesar de lo mucho que nos pide Dios en el tiempo que hoy comenzamos.
Estamos contentos porque emprendemos unos días de renuncia, de sacrificio, de entrega, de apartamiento de las cosas de la tierra para darnos más de lleno a las cosas del cielo…
Y esto no es triste. Esto es muy bello. Porque nos acerca mucho al Dios santo, de hermosura infinita, que embellece así sobremanera nuestras almas.
Los cristianos, al tomar la Biblia, vemos cómo los grandes profetas de Israel, desde Moisés hasta Elías, y finalmente Jesucristo, se marchaban cuarenta días al desierto para darse exclusivamente a la oración y a la penitencia más austera.
Al querer hacer lo mismo que ellos, nos sentimos hasta orgullosos. Nos damos cuenta de que no somos para la tierra, sino para el cielo.
Además, queremos dar con ello testimonio de que existen bienes muy superiores a los que entran por los ojos. Testimonio que necesita un mundo en el cual no se piensa sino en divertirse y en pasarla bien, aunque sea conculcando las leyes divinas más elementales.
¿Qué es, entonces, la Cuaresma para nosotros? Son esos cuarenta días de preparación para la Pascua, la gran fiesta de nuestra Redención. Preparación a base de mucha más oración y bastante más penitencia de la que hacemos ordinariamente…
Al hablar así, muchos pueden pensar:
-¿Oración y penitencia? ¿Esto? Esto para curas y monjas. Para mí, no me va…
Un discurrir así sería la mayor contradicción con nuestro ser de cristianos. Para todos, pero especialmente para nosotros, los laicos, nos dice hoy el Catecismo de la Iglesia Católica:
– El tiempo de Cuaresma es tiempo fuerte para la práctica penitencial de la Iglesia. Tiempo particularmente apropiado para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes, en obras caritativas y de misiones.
Con estas palabras del gran Catecismo se abre un abanico espléndido de posibilidades para la celebración de este tiempo santo. ¿Retirarnos a un desierto? ¡Quién pudiera hacerlo! Sería una posibilidad llena de romanticismo espiritual: ¡hacer lo mismo que los grandes profetas bíblicos y que Jesús, en la soledad de un descampado cruel o en la cueva misteriosa de una montaña abrupta!…
No; eso no nos es posible. La cueva escondida la abrimos nosotros en nuestro corazón, y la soledad del descampado nos la sabemos formar en medio de nuestras ocupaciones imprescindibles.
Modernamente, más que a la ley, miramos al espíritu de la Iglesia, a la costumbre cristiana, al ejemplo de Jesús durante aquellos cuarenta días tan duros, y cada uno de nosotros sabe decirse:
– Yo, concretamente yo en mis circunstancias, ¿Qué quiero hacer? ¿Cómo debo intensificar mi oración? ¿Qué penitencia puedo practicar, qué sacrificios pienso ofrecer a Dios?…
Porque un enfermo no puede lo mismo que uno bien sano, ni un anciano lo que un joven, ni un niño lo que un adulto.
Un obrero manual no puede lo mismo que un jefe de oficina.
Un pobre no puede lo mismo que un rico.
Una empleada doméstica no puede lo mismo quizá que su señora.
Y, a propósito de empleada doméstica, ha corrido mucho entre nosotros el hecho de aquella muchacha humilde con su patrona. La señora, muy elegante en sociedad y algo presumida también en su piedad, hacía gala en la Cuaresma de ayunar y de no comer tanta carne, pero la lengua se le escapaba más de la cuenta… La pobrecita joven hacía penitencias mucho más sencillas. Y le dice a la dueña:
– Señora, yo no podía en mi casa ni ayunar más, porque la mesa escaseaba siempre, ni dejar de comer carne cuando había, porque la veíamos pocas veces. Pero, al llegar la Cuaresma, yo le decía a Dios: hay personas que no comen carne muerta, pero con sus chismes no hacen más que comer la carne viva de los demás. Yo en esta Cuaresma ayunaré y guardaré la abstinencia, no hablando mal de nadie…
Dicen que la señora calló ante la inocente empleadita que le había venido… Y dicen también que aquella cuaresma fue para la dueña la más santa de su vida…
La cuestión nuestra es que al llegar el Miércoles de Ceniza, si somos cristianos de verdad, nos sentimos más generosos que nunca con Dios. Y nadie nos dice qué tenemos que hacer.
Pero se despliegan mucho más nuestros labios en la oración.
Se cercenan y disminuyen nuestros caprichos, que se los ofrecemos al Señor.
Nuestras manos se abren mucho más a la caridad con los necesitados.
Y lo hacemos todo con la elegancia evangélica que nos enseña Jesús: nuestra mano izquierda no se entera de lo que hace la derecha, nuestros rostros aparecen más sonrientes, y nuestra oración la percibe sólo Dios en lo escondido del corazón…
Miércoles de Ceniza.
Día austero y hermoso.
Desde él vislumbramos con claridad la Pascua que viene.
Si nos ponemos serios y lloramos un poco, es para reír con muchas más ganas después…
P. Pedro García, CMF.