Hoy, la Presentación del Señor, la popular Fiesta de las Candelas, tan hermosa, tan significativa, de tanto relieve en el Evangelio de la Infancia de Jesús.
Fiesta celebrada desde los primeros siglos cristianos, conserva hoy también un hondo significado ante las peculiares condiciones de nuestro mundo.
Fiesta de la Luz, nos trae a la mente sin más la oscuridad en que se debate el mundo moderno.
¡Nos envuelve tanta confusión! ¡Tantas ideas raras! ¡Tantas teorías inaceptables! ¡Tantas opiniones en materias muy graves! ¡Tanto error!…
Y nos quejamos, y gritamos, y protestamos contra tanta tiniebla. Pero, oímos que se responde a nuestras lamentaciones con una sentencia muy acertada:
– En vez de gritar contra la oscuridad, enciende tú un fósforo.
Muy bien dicho. Si tenemos la Luz de Cristo, ¿por qué la escondemos?
Cuando hoy se bendicen las candelas, vemos cómo nos pasamos la luz de la candela propia a la de los demás, hasta que el templo queda completamente iluminado con la luz que todos llevamos en la mano… Si hacemos esto en medio del mundo, en la sociedad que nos rodea, es decir, si cada uno se convierte en una lámpara que difunde la luz de Cristo, las tinieblas que envuelven el mundo irán dando paso a los esplendores traídos desde el Cielo por Cristo el Señor.
Esta sería, desde un principio, la gran consecuencia que debemos sacar de la celebración de una fiesta tan tradicional en nuestros pueblos. ¡Ser luz de Cristo! ¡Esparcir la luz de Cristo! ¡Alumbrar a todos con la luz de Cristo, dando testimonio de nuestra fe con un comportamiento digno del Señor!
Pero, para entender bien el significado de esta fiesta, vayamos primero al Evangelio de hoy.
Jesús ha nacido en Belén. Según la Ley, aunque haya nacido virginalmente de María, y María y José quieran permanecer en su integridad para consagrarse del todo a este Hijo Único de Dios —que va a ser también el único Hijo que ellos van a aceptar—, no por eso deja Jesús de ser el hijo primogénito de este matrimonio virginal. Y José y María lo presentan a Dios a los cuarenta días de nacido.
Allí, en el Templo de Jerusalén, está mezclado entre la multitud que siempre atesta los atrios de la Casa del Señor un anciano venerable. Simeón, judío piadoso, pedía continuamente a Dios la venida del Mesías prometido. Hasta que un día le dice Dios, en visión y alocución clara:
– ¡Simeón! Yo te lo prometo. Te aseguro que no vas a morir sin haber visto antes al Cristo, al Salvador que yo os voy a enviar.
Simeón aguardaba con fe. Hasta que hoy ve a María y queda cautivado por Ella y por el chiquitín que lleva en los brazos. Siente la voz del Espíritu, que le vuelve a hablar con tono inconfundible: – ¡Ése, ése es!…
Simeón no duda. Se emociona, le saltan las lágrimas a los ojos, y extiende los brazos a la feliz mamá…. María le alarga el Niño que le pide el viejecito piadoso, el cual, entre sollozos entrecortados por la alegría, alza los ojos al cielo y exclama ante el corro que se ha formado a su alrededor:
– Ahora, sí, Señor. Ahora te puedes llevar en paz cuando quieras a este tu servidor. Porque mis ojos han contemplado tu salvación, esa salvación que Tú has preparado para todos los pueblos: este Niño que será la luz de todas las gentes y la gloria de tu pueblo Israel.
El anciano Simeón se ha adelantado a Jesús.
Cuando éste diga, treinta y tantos años después, y en la misma explanada del Templo: “Yo soy la luz del mundo”, es muy posible que María, al enterarse de la palabra de Jesús, recordara la profecía del anciano en cuyas manos puso a su bebé…
Jesucristo, luz del mundo. Si en el mundo hay todavía oscuridad, es porque el mundo no conoce a Jesucristo.
Porque el Evangelio no ha irrumpido en muchas partes como el sol del amanecer.
Porque los hombres, como dice Juan al principio de su Evangelio, se empeñan en rechazar la luz que les alumbra. Pero el Sol, aunque se interpongan las nubes, está brillando en las alturas.
¿Cuál es el papel que nos toca a nosotros, que creemos en Jesucristo?…
La respuesta la tenemos en la bella ceremonia que hoy desarrollamos en la Iglesia.
Pasemos la luz de candela en candela.
Que nadie se acerque a nosotros sin que se lleve un rayito de luz.
Que todos adivinen en nosotros la luz de la fe, vivida intensamente.
Eso, no es otra cosa que realizar en nuestras vidas lo que nos encarga el mismo Jesús:
– Ustedes son la luz del mundo. Colocada encima de la montaña, como ciudad abierta, su luz no se puede esconder. No la escondan, como una lámpara debajo de la cama. Colóquenla sobre un candelero, para que la vean todos los hombres.
Con imágenes familiares y tan poéticas, Jesús nos dice que seamos testimonio suyo.
La Madre Teresa decía, con frase repetidísima, que lo que ella hacía por los pobres más pobres no era sino una gota lanzada en el mar, pero, sin esa gota, el mar tendría una gota menos… Igual nosotros. Un fósforo, el fósforo de nuestro testimonio, llevará a otros un rayito de luz, la justa al menos para que reconozcan por nosotros a Cristo el Señor… Misioneros de la luz, ¿por qué la vamos a esconder?…
P. Pedro García, cmf.