“¡Vengan a beber el agua de la salvación!”.
Con este título tomado de Isaías, el Papa Pío XII iniciaba su carta encíclica sobre el Sagrado Corazón de Jesús. Porque este Corazón Divino es la fuente de donde dimana el amor inmenso que llevó a Jesucristo a realizar la obra salvadora de los hombres.
¿Qué es el Corazón de Jesús, cuya fiesta celebramos hoy jubilosos?
El Corazón más bello que ha existido.
El mismo Jesús lo siente, y nos dice que Él tiene un Corazón manso, humilde, que ama, que salva…
¿Qué es y qué significa el Corazón de Jesús? Él se manifestó en nuestros días, diciendo a Margarita María, mientras señalaba con el dedo su pecho rasgado: “¡Este es el Corazón que tanto ha amado a los hombres!”.
El Corazón de Cristo es el símbolo de aquel amor eterno de Dios, que le llevó a hacerse hombre para salvarnos.
El Corazón de Jesús fue el motor que le empujó a recorrer todos los caminos de Galilea predicando la Buena Nueva del amor de Dios nuestro Padre.
El Corazón de Jesús era el que no resistía el abandono de los pobres, la angustia de los pecadores, la postración de la mujer o el poco aprecio de los niños.
El Corazón de Jesús fue el impulso decisivo que llevó a nuestro Salvador a la Cruz.
El Corazón de Jesús fue el determinante de ese prodigio de la Eucaristía, porque le forzó al Señor a quedarse para siempre con nosotros con una presencia que a nadie jamás, si no era a su cerebro divino, le hubiera pasado por la cabeza.
Y el Corazón de Jesús, a estas horas, cuando está en el Cielo, es el que obliga al Señor a interceder continuamente por nosotros, el que mueve sus ojos para seguirnos en todos nuestros pasos, el que le hace estar impaciente así, impaciente hasta que nos tenga a cada uno de nosotros junto a Sí, de modo que ya no nos pueda perder. Somos joyas demasiado valiosas para Él, y no va a permitir que el enemigo se las robe…
Al hablar así, parece que nos llevamos de entusiasmos fáciles y muy devotos, impropios de una piedad seria, y que ya no nos gusta en nuestros días. Pero, no. Porque esta es la realidad del Evangelio de hoy. Jesús se siente feliz al verse rodeado de los humildes que le buscan, y glorifica a Dios con acentos delicadísimos:
– ¡Gracias te doy, oh Padre, porque revelas estas cosas a los pequeños y sencillos, mientras que permanecen ocultas a los sabios orgullosos…
Reconoce Jesús que sólo Él es capaz de darnos a conocer a Dios y de ser Él mismo manifestado por Dios, por lo cual nos asegura:
– Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Y es entonces cuando, con emoción incontenible, se nos dirige a todos nosotros, y nos dice con ternura inmensa:
– Vengan a mí, todos los que se sienten agobiados y oprimidos, y yo los aliviaré. ¡Vegan, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán el descanso para sus almas!…
No ha habido hombre que se haya atrevido a hablar así. Y si Jesús lo hizo, es porque se sentía el Hijo de Dios, hecho hermano nuestro, partícipe de nuestra suerte y compañero en todas las vicisitudes de nuestra vida.
El hombre moderno se siente vacío, insatisfecho, decepcionado.
El rico, el poderoso, el famoso, el que goza de todo…, ése no es feliz. Le falta algo, le falta lo infinito y lo trascendente que le colme sus deseos.
Y el pobre, el oprimido, el abandonado, el que no tiene nada ni es nadie…, ése no es tampoco feliz, como es natural.
¿Dónde encontrarán el uno y el otro, el satisfecho como en necesitado de todo, aquello que les falta, un amor que les comprenda, una esperanza que los alivie?
Lo hallarán solamente en el Corazón de un Dios.
Porque el Corazón de un Dios es el único capaz de satisfacer todas nuestras ansias insondables de felicidad, el único que no nos engaña, el único que nos acoge a todos y que nos salva.
Hoy el Corazón de Jesús debería tener un puesto privilegiado en la piedad cristiana.
Quizá ya no sea oportuna la devoción algo sentimental de hace unos decenios.
Pero una devoción basada en el amor serio, en la Eucaristía, en la oración, en la Biblia, en el espíritu de sacrificio, viendo en todo el amor de Cristo y haciéndolo todo por amor a Cristo, es la forma de devoción más genuina en la vida cristiana.
¡Señor Jesucristo, que nos manifiestas tu hermoso Corazón!
A ti venimos todos, los ricos y los pobres, los inocentes y los culpables, los santos y los pecadores.
Sólo en ti podemos beber el agua que sacia toda sed.
Sólo Tú la tienes remansada en tu Corazón, y la das gratis y en abundancia a todo el que viene a ti.
El incendio de tu amor no se apaga nunca, y quieres con él abrasar toda la tierra. Ya prendiste la chispa y corre el incendio. ¿Cuándo la veremos arder por todos sus costados?…
P. Pedro García, CMF.