Roma, Italia; 19 de abril de 2023.

Por: Edgardo A. Guzmán M., Cmf

Desde noviembre del 2021 he tenido la oportunidad de hacer una experiencia de voluntario en la «cárcel de mujeres de Rebibbia». El centro penitenciario más grande de Roma. Vivo con mucha gratitud el regalo de esta acción pastoral que complementa el servicio de acompañamiento a los migrantes en la capellanía latinoamericana. Durante el Triduo Pascual he tenido también la gracia de compartir unos días de servicio en un centro para refugiados. Siento que estas experiencias me permiten un contacto directo con la realidad, con una realidad que me evangeliza y que me ayuda a mantener vivo el fuego de nuestro carisma misionero. 

En el breve tiempo que llevo siendo parte del equipo de voluntarios “del Femminile” he podido palpar cómo Dios se manifiesta en medio del dolor y el sufrimiento, de la marginación y la exclusión, de la vulnerabilidad y la pobreza.  Una convicción que he aprendido vivencialmente es que al centro de la misión está sobre todo la persona. Acercarnos sin prejuicios, sin juzgar, sin preguntar, dejando que el misterio que cada uno lleva dentro nos hable. Al ir escuchando sus historias de vida vemos cómo muchas de las detenidas son a su vez víctimas. De modo especial, en las que son migrantes, lamentablemente entre ellas muchas latinoamericanas. En sus relatos se entretejen una serie de situaciones familiares, sociales y políticas que encarcela a quienes son más frágiles. Esto hace que este espacio sea sagrado, y paradójicamente un lugar de revelación del misterio de Dios. 

El papa Francisco en una de las frases más fuertes, de la exhortación apostólica La Alegría del Evangelio, dice que: «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual» (cf. EG 200). Frente a la tentación que tenemos de acomodarnos en nuestras misiones este es un apelo inquietante. Con el discreto servicio pastoral que damos en la cárcel intentamos responder a esa necesidad de atención espiritual que tienen las detenidas. Y descubrimos cómo el Evangelio tiene una fuerza y energía capaz de devolver vida y dignidad en ellas. Es el testimonio que nos dan, aun en las situaciones límites que han vivido redescubren un camino de crecimiento y maduración en la fe que les permite recomenzar de nuevo. 

En la misión no podemos renunciar jamás a la defensa de la dignidad humana. Cada una de nuestras acciones misioneras es solo un pequeño signo del reconocimiento de esa dignidad de la persona. A través del servicio que brindamos, desde nuestras propias limitaciones, como dar de comer, dar de beber, recibir, vestir, visitar, escuchar, queremos decirles:  estoy a tu lado, tú vales, tú tienes dignidad, merece la pena que sigas viviendo. Estas acciones de caridad que buscan una liberación integral del ser humano se vuelven anuncio del Evangelio, y nos humanizan por nos sanan de la indiferencia y del egoísmo. 

La vida consagrada está llamada a ser mística y profética. Para responder a los signos de nuestro tiempo necesitamos estar arraigados en Jesús y su Buena Noticia, solo desde esa experiencia podremos ser audaces en la misión. Que el Señor Resucitado despierte en nosotros la conciencia de su presencia en los pobres, para vivir siempre con agradecimiento su palabra: «les aseguro que lo que hayan hecho a uno de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí» (Mt 25, 40).