Ciudad San Cristóbal, Mixco, Guatemala; 19 de marzo de 2023.
Por: Cecilia Bailey de Figueroa
Sentada en el jardín de mi casa, pienso cómo ha sido mi proceso de crecimiento dentro de mi fe. Recuerdo con mucho cariño a las maestras que, con tanto amor, desde pequeña, me enseñaron oraciones, cantos, tradiciones y me ayudaron a ir conociendo a un Dios vivo entre nosotros.
Tengo presente a mi mamá, siempre rezando el rosario, ofreciéndolo por las necesidades de sus seres queridos y a su vez, en medio de sus posibilidades, ayudando a todas las personas que se cruzaban por su camino. Esto marcó mi vida, sirvió de ejemplo, fue un testimonio real de lo que implica ser cristiano.
Mi camino de crecimiento personal ha sido acompañado siempre por mujeres. Esas mujeres que, muchas veces pudieron pasar desapercibidas, sin hacer tanto alboroto, pero que siempre con su ejemplo y su cariño me fueron ayudando a crecer.
El papel de las mujeres dentro de la iglesia católica es fundamental, vital y necesario. Son ellas, en su mayoría, las que tienen a su cargo esa enorme responsabilidad de evangelizar, transmitir la fe y formar a los nuevos cristianos, ya sean niños que inician en la catequesis o adultos que desean acercarse a la fe. El Papa Francisco dice: “La fe va transmitida en dialecto, específicamente en el dialecto materno de las madres y las abuelas, ya que son ellas las que primero enseñan al niño a rezar y a explicarles las primeras cosas que no entienden de su fe”.
En la parroquia San Antonio María Claret, en Guatemala, a la cual pertenezco, existen siete grupos de catequesis. En total somos 62 catequistas, de los cuales 56 somos mujeres. Esta cifra es un perfecto ejemplo de ese papel que desempeñan las mujeres en la vida de la iglesia. Es bajo el cuidado de estas mujeres, su guía y su cariño que los niños, jóvenes y adultos van madurando su fe y conociendo el mensaje y la misión de Jesús. Somos una comunidad que se enriquece con las diferencias que existen entre cada una. Nuestros dones se complementan, se redescubren a la luz de las experiencias personales de cada una.
La experiencia de ser catequista ha sido un regalo en mi vida. Tener la oportunidad de trabajar con niños y jóvenes me ha dado la oportunidad de aprender sobre el amor de Dios, me ha hecho consciente del mensaje de Jesús en mi vida. Reconocer y vivir mi llamado como catequista me ha permitido crecer como cristiana, me ha llevado a sentir la necesidad de madurar mi fe, a buscar a otras mujeres catequistas y querer aprender de ellas. En el camino, muchas cosas han sucedido. Hemos aprendido juntas, nos hemos vuelto hermanas, somos como una gran llama encendida que es más grande que la suma de nuestras luces individuales.
No hay obstáculos que nos separen de nuestro llamado, durante los recientes años de pandemia, aprendimos a adaptarnos para no dejar de dar catequesis. Hicimos vídeos, transmisiones en vivo en redes sociales, sesiones de zoom, catequesis al aire libre y buscamos todas las formas posibles para llegar a nuestros interlocutores, tal y como lo decía el Padre Claret: “Válganse de todos los medios”. Algunas veces, incluso, debemos llegar a dar las catequesis con nuestros hijos o nietos y eso ha propiciado que, actualmente, algunos de ellos también sean catequistas.
Vivir el llamado de ser catequista, acompañada de otras mujeres me hace sentir agradecida y orgullosa, consciente de la enorme tarea para la que hemos sido llamadas.