Como nos pongamos a analizar y comentar todos los puntos que nos ofrece Jesús a nuestra consideración con el Evangelio de hoy, tenemos para rato… ¡Cuántas cosas en tan pocas palabras! Cada frase nos abre un mundo. Está Jesús despidiéndose de los apóstoles antes de ir a la pasión y a la muerte, y les habla con el corazón encendido, a la vez que muestra ternura y comprensión, junto con mucha firmeza:

 

– Como el Padre me ha amado, así los he amado yo

¡Permanezcan en mi amor!

Y permanecerán en mi amor si guardan mis mandamientos.

Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado.

No hay amor más grande que éste: dar la vida por los amigos.

Yo no les voy a llamar siervos, sino amigos, porque no les guardo ningún secreto, sino que les digo todo lo que sé de mi Padre.

No me han escogido ustedes a mí, sino que yo los he escogido a ustedes.

Y los he escogido para que vayan y produzcan fruto, un fruto que permanezca.

Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, mi Padre se lo concederá.

Se lo repito. Esto les mando: que se amen los unos a los otros.

 

¿Exageramos al decir que tenemos para rato si nos ponemos a comentar cada uno los miembros de este Evangelio del Señor?… Puestos a compendiarlos en un pensamiento central, podríamos decir que todos se reducen al amor, un amor que llegará a la intimidad de los amigos y a una generosidad sin límites.

El amor a los hermanos estará inspirado en el amor que se tienen el Padre y Jesús en el Espíritu Santo, y en el amor que nosotros le tenemos a Cristo, amor que será un imposible si no se derrama también en los demás hombres.

La generosidad, por otra parte, se manifestará en un cumplir totalmente, sin regateos, lo que Jesucristo nos pide a nosotros, y en un volcarse de Dios de tal modo a nosotros que no nos va a negar nada, nada de lo que nosotros queramos y le pidamos en nombre de Jesús.

 

Llama ante todo la atención el hecho de que Jesús se constituya en un mendigo de amor. Esa expresión suya: “¡Permaneced en mi amor!”, llena de emoción a cualquiera. ¿Dios, pordiosero de amor? ¿Es que  no tiene bastante con el de los ángeles y santos del Cielo, que viene ahora a suplicarlo como una limosna en la tierra?… Pero, así es.

Hasta que no entendamos eso de la Encarnación, o sea, que Dios se hizo verdadero hombre, y que Jesús es uno más de nosotros, con todas las cualidades, necesidades y exigencias de la naturaleza humana, no entenderemos a Jesucristo.

¿Y hay una exigencia mayor que la necesidad de amar y de ser amado? Entonces entendemos lo primero que Jesús nos pide hoy:

– ¡Ámenme! ¡Y que su amor a mí no se enfríe nunca!…

 

Este amor lo quiere Jesucristo efectivo en nuestra vida. No le interesa nada lo que llamamos amor romántico: suspiros tiernos que se quedan en nada, pues no se traducen en realidades.

El cumplir los mandamientos de Dios es la prueba de que efectivamente queremos a Jesucristo sobre todas las cosas.

Todos esos mandamientos, sin embargo, Jesucristo los reduce hoy más que nunca al mandamiento del amor fraterno. Si nos amamos entre nosotros, somos de Cristo. Si no reina el amor en medio de nosotros, Jesucristo se ausenta de nuestro lado.

 

Y este amor es tan universal, que no excluimos a nadie. Ni al pagano tan siquiera. En la primitiva Iglesia se daba el caso bien claro. Encerrada en sí misma, no acababa de abrirse a los paganos. Cuando Pedro, como cabeza de los Apóstoles, acepta al centurión Cornelio, fue duramente criticado:

– ¿Por qué le has dado el Bautismo?

Y Pedro se defiende con una razón tumbativa:

– ¿Cómo puedo negar el Bautismo al que Dios ha escogido libremente y le ha dado el Espíritu Santo igual que a nosotros?…

Gracias a Dios, que en la Iglesia se nos está metiendo bien esta lección. La Iglesia respeta a todos. Acepta a todos. Ama a todos. Porque en todos los hombres ve la huella de Dios y la invitación de Jesucristo a la vida cristiana. La Iglesia se abre a ellos y les da el testimonio de nuestra fe. No obliga a nadie, no fuerza a nadie. Se contenta con decir, más que con palabras con el testimonio del amor:

– ¿Ves? Éste es el Dios nuestro. ¿Ves? Este es Jesucristo a quien nosotros tenemos por el Salvador. ¿Ves?  Tú también puedes ser de los nuestros. La puerta la tienes abierta…

 

Cuando así amamos a Jesucristo y nos amamos todos, el amor es capaz de hacer maravillas. Por Jesucristo se renuncia a todo. Por Jesucristo se da la vida. Por Jesucristo, que vive en el pobre, en el enfermo, en el preso, en el morador de la selva o de la montaña inaccesible, o en unas chabolas del los vergonzosos cinturones de las grandes y ricas ciudades…, por ese Jesucristo necesitado de ayuda se juegan muchos la vida, pues saben “que no hay amor más grande que dar la vida” por esos a quienes uno quiere… Dios responde entonces haciéndonos de tal manera caso que no se nos niega a nada, como si nos dijera: -Pidan, que les daré todo lo que me pidan en nombre de ese mi Hijo a quien tanto amo…

 

¡Señor Jesucristo!

Te amamos.

Nos amamos como Tú nos mandas.

Queremos hacer mucho por ti.

¿Nos dices ahora que pidamos a cambio lo que queramos, porque el Padre está dispuesto a darnos lo que nos venga bien? ¿Y qué quieres que le pidamos? Con sólo una cosa nos contentamos… ¡Que el Padre nos dé el quererte cada vez más!…

No suele celebrarse este Domingo, absorbido por la Solemnidad de la Ascensión. Puede lanzarse esta charla en un día próximo, en sustitución del mensaje ordinario. Que no se pierda ese mensaje de la Palabra del Señor.