Cuando escuchamos el Evangelio de este día, y contemplamos la actitud de Tomás, pasamos un rato casi divertido. Porque en Tomás, testarudo y simpático, nos vemos retratados a perfección cada uno de nosotros respecto de nuestra fe.

Recordamos una vez más esta página aleccionadora.
Acaba de resucitar Jesús, y aquella misma tarde se aparece a los discípulos. Tomás no está entre ellos, y, al llegar, le dicen jubilosos:
– ¡Hemos visto al Señor! ¡Qué lástima que no estabas!…
Tomás no les hace caso. Se encierra en su negativa, y no hay quien le saque de las suyas. – Mientras yo no meta mis dedos en las llagas de su clavos, y no introduzca mi mano en la llaga de su costado, ¡yo no creo!…
Y así toda la semana. El domingo, nueva aparición del Señor, que se dirige al discípulo obstinado:
– ¡Ven aquí, Tomás! Trae tus dedos y mételos en mis manos agujereadas. Venga tu mano, y métela aquí, hasta el corazón. Cree a los demás, que te dan testimonio. Y no seas infiel, sino creyente.
El pobre Tomás se rinde, y cae a sus pies exclamando:
– ¡Señor mío, y Dios mío!
Pero Jesús quiere sacar para nosotros la mejor de las lecciones, y le contesta con una novena bienaventuranza, vamos a llamarla así:
– ¿De manera, Tomás, que crees porque has visto?… ¡Dichosos los que crean sin ver!

Sí; dichosos nosotros.
El apóstol San Pedro, testigo de esta escena de Jesús con el compañero Tomás, nos escribirá años más tarde, cuando ya sea viejo, sobre nuestra fe y nuestro amor a Jesús:
– No lo han visto, y lo aman. No lo ven ahora, y creen en él. Creyendo, se llenarán de una alegría inenarrable y colmada de gloria, al conseguir su salvación, como premio de su fe.

Ahora vienen nuestras preguntas.
¿Nos dice algo la actitud de Tomás? ¿Han acabado los incrédulos en el mundo, y hasta dentro de la misma Iglesia? ¿Es tan firme nuestra fe, que no necesitamos ningún milagro para creer? ¿Nos sentimos felices, precisamente porque no vemos? Si nos dijeran si queremos ver y comprobar algún milagro, ¿cuál sería nuestra actitud?… ¿Estamos dispuestos a emprender en el mundo una nueva cruzada de fe?…

Muchas preguntas, que se resuelven todas en lo mismo: no necesitamos milagros para creer. No queremos ver, precisamente porque queremos creer. Preferimos con mucho la fe a visiones que nos quitarían el mérito de la fe ante Dios. Porque glorifica inmensamente a Dios el que nos fiemos en todo de Él, muchas veces contra el parecer de nuestro menguado entendimiento.
No; a Jesús no lo veremos nunca en este mundo.
Una vez resucitado y subido al Cielo, solamente Pablo lo llegó a ver ante las puertas de Damasco, porque era Pablo un elegido para ser apóstol, y el apóstol tenía que ser testigo de la Resurrección del Señor.
En las demás apariciones privadas a particu¬lares, podemos creer y podemos dejar de creer.

Es interesante a este propósito la anécdota célebre de San Luis, Rey de Francia. Le avisan que en la iglesia próxima se ha aparecido Jesús en la Santa Hostia y que sigue viéndose al Señor: ¡que vaya, que vaya pronto para contemplarlo! Aquel Rey guerrero y santo, responde resuelto: -Que vayan los que no tienen fe. Yo no lo quiero ver.

Entonces, ¿tenemos que resignarnos en la Iglesia a no sentir a Jesucristo? Esta es una pregunta muy diferente. Aquí, sentir significa algo muy diferente de ver. Sentir, en este caso, significa que reconocemos la presencia del Señor mediante los signos que Él mismo nos ha dejado.
Escuchamos su palabra, leída en el Evangelio y proclamada por la Iglesia. ¿No percibimos entonces la voz de Jesús, que se dirige a todos, y que me habla personalmente a mí?…
Vivimos todos los hermanos en la Iglesia como en una familia, la familia y el pueblo de Dios, que rezamos y cantamos juntos. ¿No sentimos la presencia del que dijo: donde haya dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos?…
Sobre todo, si vemos partir el pan, y oímos decir al Sacerdote, autorizado por Jesucristo, las mismas palabras de la Ultima Cena, “Esto es mi cuerpo, este soy yo. Hagan esto que yo hago, como memorial mío”. ¿No reconocemos, igual que los de Emaús, la presencia de Jesús, y estallamos como ellos: “Si es Él”?…

Resulta formidable vernos objeto de las miradas complacidas de Jesucristo. Estar con Él. Hablar con Él. Dejarse amar de Él. Y, sin embargo, decir y hacer todo esto sin ver nada… Nosotros no vemos, pero Él sí que ve. Y se siente orgulloso de que tengamos tanta confianza en Él. Le hacemos el mayor de los honores cuando le decimos: -¡No veo! Pero Tú lo has dicho y yo tengo bastante…
Nos cae muy simpático Tomás, cuando dice testarudo: “¡Si no veo, no creo!”. Pero preferimos al Tomás que se rinde, y hacemos totalmente nuestras sus palabras: “¡Señor mío y Dios mío!”…

¡Sí, Señor Jesucristo! Nosotros creemos en ti, aunque no veamos. Más, es que no queremos ver. Preferimos fiarnos de tu palabra. ¿Verte cara a cara? ¡Ya nos llegará el día!…