Si quisiéramos resumir en un solo lema los sentimientos que suscita en nosotros el Evangelio de hoy, podríamos lanzar este grito: -¡Venga, adelante!
Porque responde a una idea que tenemos muy metida en la cabeza, desde que leemos con tanto interés la Biblia en una de sus páginas más hermosas y mejores: la marcha de los israelitas a través del desierto guiados por Moisés.
Esa marcha del Éxodo no es más que la imagen del verdadero Israel de Dios, de la Iglesia peregrina, con Cristo a la cabeza, a través del desierto del mundo, camino de la Tierra prometida del Cielo.
En el duro caminar nos cansamos, nos rendimos, queremos tumbarnos a veces desfallecidos. Pero el grito de “¡Venga, adelante!” nos reanima, nos devuelve las fuerzas, nos une a los unos con los otros, y, ayudados por todos, todos entramos en posesión de la Patria.
No quiere decirnos otra cosa la Iglesia en este segundo domingo de Cuaresma. Cada año nos trae a la memoria el hecho de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor. ¿Por qué?…

Jesús presiente cercana su muerte, y muerte nada menos que en la cruz. Le tiene miedo. Le aterra. Y el Padre le infunde ánimos. Le envía a Moisés y Elías en aquella visión deslumbrante del Tabor, que deja atontados a los tres apóstoles con tanta belleza. Las dos grandes figuras de la Ley y los Profetas, le vienen a decir a Jesús:
– ¡Venga, adelante! No temas. Con tu muerte vas a salvar al mundo. Y mira la gloria que te espera después con tu resurrección…
Jesús cree y confía. Con decisión, anima a los Doce, diciéndoles:
– Subimos a Jerusalén. Allí me van a entregar, me azotarán, me escupirán, me matarán clavado en la cruz… Pero al tercer día resucitaré.
Los discípulos no comprendían la terrible profecía y tenían miedo de preguntarle.
Entonces Jesús, como nos dice Lucas con un detalle formidable:
– Se puso al frente y se dirigió con decisión hacia Jerusalén.
Para Jesús, como para nosotros, era muy válido el “¡Venga, adelante!”…

Pero, más que a Jesús, en este Evangelio nos vamos a mirar a nosotros, pues por nosotros también hizo el Padre aquella gracia a Jesús.
El apóstol San Pedro, para animar a los primeros cristianos, sometidos ya a la persecución, les recordará esta visión del Tabor:
– No venimos a ustedes con cuentos imaginarios para hacerles conocer la venida y la grandeza del Señor. Nosotros oímos, mientras estábamos con él en el monte santo, la voz que bajaba del Cielo y que decía: Este es mi Hijo querido, en quien tengo todas mis delicias.

El Tabor es para nosotros un punto fundamental de referencia en todo el Evangelio. Jesucristo nos pide y exige el que le sigamos cargados cada uno con nuestra propia cruz —la del deber, la del trabajo, la de la pobreza, la de la enfermedad, la de la lucha por la virtud, la cruz que sea—, y necesitamos un estímulo, un motivo, algo que nos convenza de que nuestro seguir a Cristo no es cosa inútil y que nos vaya hacer arrepentirnos.
¿Qué recompensa nos espera? Como a Jesús, la resurrección. Pero, ¿cómo va ser esta resurrección? El Tabor nos da la respuesta: nos va dar a nosotros la misma gloria con que apareció Jesús en aquella visión grandiosa. Con esta fe y esta esperanza, ¿quién se desanima?… Entendemos perfectamente ese lema enardecedor: “¡Venga, adelante!”. San Pablo nos lo dice con palabra estimulante:
– Esto que ahora nos trae una pasajera y pequeña tribulación, nos merece un enorme peso de gloria eterna, porque nosotros no miramos las cosas que se ven y pasan, sino las invisibles, pues las cosas que se ven son temporales, y las que no se ven son eternas.
En un mundo que se está secularizando y que pierde el sentido de lo divino, ¡qué bien nos vienen unas palabras como éstas! El placer pasa; el fruto del deber cumplido, permanece en premio eterno.

En una leprosería se iban deshaciendo las carnes del pobre enfermo. Su peor tormento era el verse aislado de todos. Pidió a gritos que le dejaran ver a la querida esposa, aunque no fuera más que de lejos. Al serle concedida la petición, miraba sobre la tapia del huerto cada domingo a su amor, y aquella visión de la mujer adorada le daba fuerzas para seguir adelante en su dolor profundo, mientras se decía:
– ¿Me llegaré a curar un día? ¿Podré besar a mi esposa?…
La ciencia moderna le hizo curar. Salió del terrible encierro, ¡y qué beso, el beso que aquel día pudo dar al ser más querido!…

Aceptamos la comparación.
La vida puede ser una prisión, un hospital, un desierto en el que nunca nace una flor… Si vislumbramos la gloria de Jesús y la que a nosotros nos espera, ¿quién desespera?…
Contemplar el Cielo no es de personas débiles, sino de las más fuertes.
Penetran en los misterios del Cielo quienes tienen una fe profunda.
Miran al Cielo todos los que tienen esperanza y saben luchar.
Dirigen la mirada al Cielo quienes aman a Dios, que los mira complacido como al Jesús del Tabor, y les está animando:
– ¡Venga, adelante, que ya casi estás conmigo!…