Viene hoy a escena en el Evangelio un joven que pudo ser un hombre formidable en la historia de la primera Iglesia y, sin embargo, nada sabemos de su paradero final… Vamos a presenciar un fracaso de Jesús, pero que a la larga se va a convertir en un éxito formidable.

Jesús es un Maestro que seduce. Había en Israel grandes Doctores de la Ley en aquel entonces, pero ninguno se podía comparar con este joven profeta de Nazaret. Lo que enseña, lo que hace, lo que arrastra no se ha visto nunca en el pueblo.
Un joven, a quien se le nota ser un muchacho magnífico, así lo comprende, y se presenta decidido a Jesús con una prepuesta sincera de verdad:
– Maestro bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?
A Jesús le cae en gracia ese piropo espontáneo que le suelta el muchacho, y le responde:
– ¿Por qué me llamas bueno? Bueno no hay más que uno: Dios. Pero, vaya, dejemos eso. Me preguntas cómo puedes conseguir la vida eterna. Pues, muy sencillo: guarda los mandamientos.
– ¿Cuáles, Maestro?
– Ya los sabes: no matarás, no cometerás adulterio, no robar, no levantar falsos testimo-nios, no cometer fraudes, honra a padre y madre…
El chico escucha con atención indecible, y sobre todo con mucha complacencia, porque puede decir en verdad:
– Maestro, todo eso yo lo he cumplido siempre, desde mi primera juventud.
Cuando Jesús oye esta hermosa confesión, y ve aquella alma tan limpia, clava en él la mirada y lo ama tiernamente: -¡Qué muchacho éste!…, se dice el Señor. Buen conocedor de los corazones, Jesús se prenda de él, y le propone entonces:
– Mira, una sola cosa te falta si quieres ser perfecto: vete a tu casa, vende todo lo que tie-nes, da el dinero que saques a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; después, vienes y me sigues.

Todo se ha desarrollado hasta ahora en un clima de confianza, de ilusión, de esperanza. Pero pronto el cielo azul se encapota con densos nubarrones. El joven tan estupendo empieza a ponerse serio, baja la cabeza, piensa en medio de un silencio impresionante de los discí-pulos que adivinan un nuevo compañero… Jesús espera una respuesta decidida, pero todo se resuelve en un fracaso doloroso… El joven da media vuelta sin chistar, y se aleja, se aleja hasta perderse de vista… El Evangelio dice clara la razón de esta actitud decepcionante: se fue apesadumbrado porque era muy rico.

En su fracaso, Jesús se desahoga con los suyos:
– ¡Qué difícilmente van a entrar en el reino de Dios los que tienen muchas riquezas!
Los discípulos se quedan estupefactos ante estas palabras, y Jesús prosigue, cada vez más grave:
– Sí, hijos míos, ¡qué difícil es entrar así en el reino de Dios! Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios.
Los apóstoles se aterran cada vez más. Y preguntan angustiados:
– Entonces, ¿quién podrá salvarse?
Jesús acaba la cuestión con palabras esperanzadoras:
– Para los hombres esto resulta imposible, pero no para Dios. Para Dios, todo es posible.

Al espontáneo y algo egoísta de Pedro le debemos el que toda esta escena acabe de la mejor manera:
– Maestro, y a nosotros que lo hemos dejado todo por seguirte, ¿qué nos va a tocar?…
– A ustedes, que han dejado todo por mí y por causa del Evangelio, les prometo el ciento por uno en esta vida y después la vida eterna.

Así acabó la escena triste del joven y del fracaso de Jesús.
¿Triste y del fracaso, he dicho? Según y cómo se entienda.

Triste por el muchacho, sí. Cuando Jesús lo llamaba y le decía que lo siguiese, hubiera sido para confiarle una gran misión. El número de los Doce ya estaba completo. Pero podía haber sido alguien muy distinguido, y hoy estaría reconocido por la Iglesia como uno de los grandes seguidores de Jesús.

¿Y el fracaso de Jesús? Lo fue con el joven, ciertamente.
Pero miremos las consecuencias que ha tenido en miles y miles de otros y de otras. Han escuchado esa palabra de Jesús:
– ¡Sé perfecto! ¡Sé una santa! ¡No te contentes con ser una medianía! ¡Aspira a lo más alto! Tendrás en este mundo, junto con las persecuciones y la privaciones por el Reino, como las tuve yo, cien veces más en bienes de gracia y del Reino que todo lo que has dejado por mí. ¡Y después, yo te lo aseguro, tendrás la vida eterna!…

Estas palabras, estas invitaciones, estas promesas han enardecido a tantos que se han jugado la vida entera por Jesús.

Igualmente, esas palabras tan serias de Jesús han hecho pensar a tantos ricos sobre los peligros que para su salvación encierra el dinero, y han sabido meditar, resolverse y dar generosamente a los pobres aquello que el joven no se atrevió a vender y dar… Y así han colabo-rado también a la obra de Dios en bien de los más necesitados de la sociedad…

¡Señor Jesucristo!
Eres bueno para pedir… Pero lo eres mucho más para prometer y para dar.
¿Por qué no te damos todo lo poquito nuestro, si Tú nos das el TODO de Dios?…