Vamos a escuchar a Jesús a ver con qué nos viene sobre la vida familiar… No nos enga-ñamos al pensar que lo primero que nos va a decir, con ser muy, pero muy bueno, a lo mejor nos pone seria la cara… Lo segundo, ciertamente, nos va a dejar encantados, porque además de ser bueno, pero muy bueno, es también muy encantador.

Se le acercan unos fariseos a Jesús y le preguntan para ponerlo a prueba:
– Maestro, ¿puede un marido despedir lícitamente a la propia mujer?
Hacen la pregunta muy inocentemente, pues les va a salir mal la tentativa. ¿Vienen con la ley? Pues, con la ley les va a responder Jesús y van a caer en la trampa que ellos mismos se tienden. Pregunta a su vez Jesús:
– ¿Qué les ha mandado Moisés?
– Tú, Maestro, lo sabes igual que nosotros. Moisés tiene permitido extender a la mujer el acta de repudio y despedirla.
– Muy bien. Pero, ¿saben por qué Moisés fue tan condescendiente? Por la dureza de sus corazones les dio semejante norma. Pero al principio no fue así. Dios, al crear al hombre, creó los dos sexos: varón y mujer. Y desde el principio dijo Dios: Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, de modo que no sean ya dos, sino una sola carne. Por lo mismo, el hombre no puede separar lo que Dios mismo unió.

Los fariseos no tuvieron ganas de seguir con más preguntas sobre un asunto tan espinoso, pues les cortaba el camino para sus caprichos de divorcio, ya que Jesús recurría a la ley pri-merísima de Dios, y no a la norma tardía de Moisés.
Pero los discípulos se quedaron preocupados, pues tampoco les parecía demasiado opor-tuna la respuesta de Jesús. Así que, ya en casa, le preguntan a su vez:
– Entonces, Maestro, ¿qué hay que hacer?
Y Jesús, severamente, sale por los derechos, tanto del hombre como de la mujer, y de-fiende el plan primero de Dios:
– Quien se divorcia de la propia mujer y se casa con otra, comete adulterio. Y la mujer que se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio también.
La cosa era muy fuerte. Pero Jesús no se retractó de la norma que establecía en el Evan-gelio, y Él sabía que la dictaba para todo el mundo y para siempre.

La impresión producida por este episodio de índole familiar puede resultar bastante pe-nosa para algunos. Y —¡qué providencias de Dios!—, a continuación viene otra escena también tocante a la familia, pero de ternura inigualable.
Entre la gente que rodeaba a Jesús, ¿cuántas mamás había? ¿cuántos niños llevaban con-sigo? ¿y qué hacían estos niños sino cumplir su oficio de enredar y molestar?…
Le entregan a Jesús estos pequeños para que les imponga las manos y los bendiga. Aun-que los discípulos quieren salir por los fueros de la gente grave, e intervienen a su manera:
– ¡Dejen al Maestro en paz! ¿No ven que los mayores no pueden entender nada con esta bulla?…
Jesús se enoja, y se enoja seriamente, de modo que responde molesto a los discípulos:
– ¡Cuidado con impedir que los niños vengan a mí! Porque es a ellos, y a quienes se ha-cen como ellos, a quienes les está reservado el reino de Dios. Pues les digo la verdad: quien no acoge el reino de Dios como un niño, no entrará en él.
Se calma Jesús, ya que se ha enfadado de verdad.
Y en un gesto sublime, toma a los niños que le presentaban, los abraza, los besa, los aca-ricia y se los devuelve a las felices mamás…

Como vemos, Jesús ha tocado hoy dos temas candentes sobre la moral y la vida familiar. Candentes en aquel tiempo, y candentes, demasiado candentes, también en nuestros días…
¿El divorcio?… Nuestra civilización podrá avanzar lo que quiera. Pero la ley de la Natura-leza expresada en el paraíso, la ley concreta de Dios alargada por Moisés el profeta del Si-naí, la Ley definitiva de Jesucristo, no puede pasar de moda, permanecerá firme hasta el final.
Muchos hablan de la Iglesia —retrógrada, naturalmente, en este punto—, y no se dan cuenta de que la Iglesia no puede hacer nada, porque no es ley suya, sino de Jesucristo. La Iglesia no puede hacer más que ser fiel a Jesucristo y defender, sin defección alguna, la ley expresa del Señor.

Jesucristo sopesaba más que nadie las dificultades. Y nadie le ganaba ni le gana a cora-zón para comprender y compadecer. Como tampoco le gana nadie en prestar su ayuda a quien está en situación angustiosa. Si lo hizo así, es porque quería defender lo más sagrado que tienen el hombre y la mujer como es el amor.

Y Jesús quería defender, de modo especial, a esos niños que le encantaban. Todos sabe-mos por dolorosa experiencia, comprobada con nuestros propios ojos cada día, que sin papás con unión estable y sin vida familiar irrompible, es un imposible que los hijos se formen y salgan adelante en la vida.

¡Señor Jesucristo!
Nadie tiene más corazón que Tú. Y nadie podrá decirte que no pusiste un amor inmenso al establecer tu ley, precisamente para mantener al hombre y la mujer en el amor.
Haznos sensibles, como Tú, al dolor de muchas parejas, tan queridas nuestras. Que las comprendamos. Que les ayudemos. Que les infundamos esperanza…
Dales a todos los matrimonios cristianos esa fidelidad y ese amor tuyos a la Iglesia, para que todos sientan la felicidad que sientes Tú con tu Esposa adorada…