Domingo 19 de marzo 2017
03º Domingo de Cuaresma
San Juan 4, 5-42: “El agua que le daré se convertirá dentro de él en manantial que brota dando vida eterna”.

Queridos hermanos y hermanas, mi saludo fraterno para todos ustedes. Situados en el corazón de la Cuaresma, deseo que el Señor les esté mostrando la fuerza del amor que transforma la vida entera. No decaigamos en el paso diligente para vencer nuestro ego y tomar, sin miedos, la cruz del Maestro.

Los encuentros con el Señor suelen ser encuentros transformadores, cambian la vida; marcan un antes y un después en las biografías personales. El texto del Evangelio que se nos presenta hoy en la liturgia es de una inmensa riqueza, pues describe aquél proceso por el cual el ser humano renueva su vida llena de interrogantes y de búsquedas por la propuesta de fe que Dios nos ofrece en su Hijo. Jesús está en tierra extranjera, e inicia una conversación con una mujer samaritana que viene a buscar agua del pozo. A partir de una sencilla petición: “Dame de beber” (v. 7), Jesús empieza a revelar a aquella mujer todo un proyecto de vida fundado a partir de una profunda relación con Dios; con ese Dios que es la respuesta, “el agua viva” que calma “la sed” de las preguntas esenciales del corazón humano.

Desde que nacemos empiezan las dudas, las búsquedas, las interrogantes. A ellas se suman las penas, los sufrimientos inesperados, el luto, el fracaso existencial. Se despierta en nuestro corazón una sed difícil de saciar, y en nuestro desespero buscamos llenarnos de cosas, de relaciones destructivas, de un deseo exacerbado de velocidad, de depresiones continuas… Se trata del drama humano que se busca pozos resquebrajados y secos en los que nunca hallará el agua que calme su sed de felicidad. La maquinaria del comercio se ha fortalecido a partir de estas heridas abiertas a tal punto que todo llega a tener un precio, incluso la dignidad humana.

Jesús hoy se presenta ante la samaritana como “el agua viva”. Él es quien nos hace entrar en una nueva relación con Dios, haciéndonos hombres y mujeres nuevos por el amor. Nuestra relación con el Padre se realiza sin condición alguna, sin la necesidad de lugares, sacrificios o normas, pues Jesús nos lleva por su Palabra al que es origen de la vida. A Él podremos adorarle “en espíritu y en verdad” (v.23); es decir, desde lo más profundo de nuestro ser, sin máscaras ni maquillajes que oculten las heridas de nuestra historia. Bebiendo del Evangelio, manantial de agua viva, encontraremos el sentido a la vida y experimentaremos la auténtica felicidad.

Como la samaritana estamos llamados a comunicar a otros este don maravilloso. En primer lugar a nuestra familia, a nuestro cónyuge e hijos. La familia es el lugar apropiado para ofrecer el agua viva a las nuevas generaciones. Así mismo estamos llamados a evangelizar a otras familias, para que poco a poco vaya sanando la sociedad en la que vivimos. Esta será nuestra mejor medicina ante tantos males que atentan contra el amor en nuestros hogares. Pidamos siempre al Señor que nos ayude a dejar nuestros pozos agrietados y secos y comprendamos que sólo en Él está la vida verdadera.

Les invito en este domingo a sacar un momento para la oración personal y, al finalizar, rezar con fe este inspirador himno de la Liturgia de las Horas:

Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.

Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.

Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.

Para que nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.

Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu Cuerpo, Señor, y tu Palabra
en el desierto de mi corazón. Amén.
Este es el tiempo oportuno.

Cordialmente, P. Freddy Ramírez Bolaños, cmf.